martes, 8 de diciembre de 2015

ÉRASE CARMEN MARTÍN GAITE


Érase Carmen Martín Gaite


                                                          
Dedicado a la emperatriz de los vencejos


Érase una mujer de gesto sufrido y sonrisa de hada, de mirada encriptada y manos de partitura, que quebraba las maneras con el detalle insólito. Érase una escritora en búsqueda sostenida que miraba por la ventana de un paisaje que hizo suyo, una escritora que convocaba la complicidad de cuantos se acercaban a sus historias y que consiguió convertir su literatura en estado y geografía, en cuerpo y ánimo. Érase Carmen Martín Gaite (Salamanca, 8 de diciembre de 1925- Madrid, 23 de julio de 2000).

Lo suyo, su vida, sus textos, son ‘El cuento de nunca acabar’. Cuento, no tanto como género sino como esencia, fuera, acaso, su modo de estar en la vida. Cuento como narración oral. Leer a Carmen MartinGaite es, más que leer, escuchar. Algo sucede en el modo que tiene de ir zurciendo con palabras sus historias. La convención de la escritura, esa distinción sutil que por darse en diferido tras la previa reflexión le confiere un correcto acabado, se permuta en Martín Gaiteen la frescura y cercanía de la oralidad, sin perder por ello una humilde elegancia en las formas.
La figura del narrador se disipa, y uno siente que quien le está contando aquello es ella misma. Cada autor con vocación de clásico lo es por su impronta única, tan personal. Martín Gaite hace posible el don del acompañamiento, de hacerse presente –y casi corpórea- cuando uno la lee. Y, sin embargo, no dictamina, ni enjuicia, ni limita. Porque es un ser fronterizo. Entre el sueño y la vigilia, entre la denuncia y la comprensión, entre la terneza y lo severo, entre lo hermoso y lo descarnado, entre lo público y lo férreo de su intimidad. Entre ella y el otro, la palabra.


Martín Gaite llega a la frontera misma por el hilo. Tejiendo. Hilvanando. Dando puntadas y pespuntes. A vainica doble. En punto de cruz. Colocando remiendo allí donde el paño está fatigado. Su literatura es el huso y el hilo, la madeja que va desentrañando y el carrete que gira. Ella cosía como quien escribe. O escribía como quien cose. Estando en la celebración. Es casi la metáfora pura porque la imagen y el referente es de la misma naturaleza, son carne. La costura era en ella la razón poética, lo que le permitía entender, bordando, todo aquello que podía tocar con sus manos, cuanto alcanzaba su mirada, y las marañas de hilo –a veces de lana- que guardaba en su costurero. Ella cosía con lo que había en él. Quiero decir que ella escribía con los frutos de la siembra. Puede pensarse que es común en quien escribe, pero de otra manera. Porque sus historias no se mueven por veleidades curiosas al modo periodístico (eso podría resumirse sin perder el alma), las suyas hablan una y otra vez de ella. Ella es la materia prima de sus libros, porque se entrega a la fe absoluta en la capacidad referencial del lenguaje. Su fe reside en lo sagrado de la palabra. Con la palabra, llega al tú. El tú es lo que confiere su identidad. Martín Gaite es consciente de que no hay un yo autónomo que se erige al margen, sino que hay un yo en diálogo con, con el otro, con lo otro. Y si uno no es capaz de llegar al otro, a lo otro, el yo no es. O no del todo. Este es el paisaje narrativo de Martín Gaite. Su interlocutor.



Ese interlocutor que escucha más allá de dar significado exacto de la construcción gramatical, que escucha porque se deja en suspenso y se adentra en el otro, en quien habla, en lo que habla, en lo que no dice. Que está en la celebración, no esperando turno para la réplica, porque se sabe que en ocasiones no hay réplica posible, pero sí calor de la escucha, que tiene no sólo valor estético, que importa, sino ético, porque ser interlocutor es más una actitud ante la vida que una cortesía.
Por eso en sus textos es el narrador quien se diluye, como por regla general el autor se desvanece, para que emerja la persona. Por eso el lector se siente interpelado en lo profundo, casi en su forma nominal primera. Más allá de la convención de que alguien nos cuenta una historia a cada uno de nosotros, en Martín Gaite es Martín Gaite quien nos la cuenta, de viva voz, de ahí que surja el milagro de la oralidad en su lectura. Y precisamente porque la demanda del tú (nosotros)es tan directa, tan natural, tan auténtica en su necesidad el lector nunca permanece al margen de esa voz, acude en su auxilio porque se reconoce en ella, porque en ella descubre su propio anhelo, y contesta.
Es un diálogo su narrativa. De ahí que mire por la ventana, de ahí que el paisaje que ella mira también la convierta a ella en sujeto mirado, de ahí que no sólo entienda –o trate de hacerlo- lo que abarca su mirada sino que se deje transir por lo mirado. Hay impacto, pero también contacto.

Sólo esa asombrosa capacidad para el diálogo, para la conversación (la auténtica conversación, más allá de soliloquios intercambiados e intercambiables) nos permite entender el poder de convocatoria de sus ensayos. Piensen un momento en alguien que nos hable de algo en lo que, a priori, no tenemos el menor interés. Imaginen. Melchor Rafael de Macanaz, un fiscal del Consejo de Castilla durante el reinado de Felipe V. El interés sólo podrá nacer de una fascinación absoluta del narrador, capaz de hacernos cómplices de tal modo que quedemos arrebatados por ese mismo interés último de quien nos cuenta. Lo que se cuenta queda supeditado al modo de contarlo. Sólo si lo hacemos tejiendo un entramado de significaciones que nos convoquen, usando hilos y lanas que aflojen y tensen el relato de manera que nos vaya envolviendo podremos compartir con quien nos habla y hacer nuestra esa historia tan ajena en un principio. Es lo que sucede al leer los ensayos de Martín Gaite. Ellos los dicen todo. No sólo el de Macanaz, a quien uno va conociendo y haciendo un poco suyo, también sucede con el conde de Guadalhorce y con los demás (sus usos amorosos, la tradición del franquismo…)

Martín Gaite se pone en juego en lo que cuenta, porque en ello se cuenta. ¿En qué momento nuestro interlocutor nos desarma? Cuando nos comparte su fragilidad. Y esto sucede porque nos devuelve a la nuestra propia, y es justo en ese instante en el que la frontera entre el otro y tú, entre el yo y el otro se esfuma, pese a que la interlocución es un proceso, en todo caso, discontinuo, lo cual es deseable: en tanto que uno ha sentido en plenitud su cumbre, sabe que no debe dejar de buscarlo). No hay que perder el hilo.
Y no es casualidad la querencia de Martín Gaite por los jerseys, los gorros, las bufandas de punto. Todo lo que hacemos, lo que vestimos, lo que escuchamos, lo que comemos, nos cuenta. Tampoco es casual su dedicación por los collages, obras poliédricas en las que la totalidad la conforman piezas que por sí mismas muchas veces serían deshechos pero que, confrontados con el resto (el tú, los otros) adquieren un significado que los trasciende, del mismo modo que el yo sólo puede trascenderse en comunión con su interlocutor. El tú vocativo. La vocación. La voz.

De ahí, de esa necesidad de tejer, de componer, de dislocar, la referencia al caos y al equilibrio. Dos collages que se completan, que se complementan. Los contrarios porque no lo son del todo. El equilibrio, ese retrato de la Garbo, tan perfecto, tan hermoso que casi deja de serlo, porque cuando uno lo mira advierte que es un equilibrio que remite a fuerzas en tensión y, por tanto, susceptible de dejar de serlo en cualquier momento. Y el caos, la fotografía de un James Dean que se sabe libre aunque a su paso parezca que nada queda en su sitio. Ambos tienen su lugar. Porque ambos se empeñan en querer ser. Porque ambos se rebelan contra la inercia de dejarse ser. Pero uno sin el otro no se entiende. La frontera.
No puede comprenderse de otro modo la singularidad de que alguien, tras perder a una hija, su única hija, pueda escribir un libro como ‘Caperucita en Manhattan’, puro resplandor. Esto es algo que sólo puede explicarse profesando una absoluta fe en el lenguaje, capaz de llegar a los lugares más inverosímiles e irracionales de la razón. Porque al contar (que es su escribir) esta moderna caperucita hablaba con ella, inventando (no solo palabras, ‘farfalias’, las llama) un camino sin tiempo ni espacio, sostenido en la fe de quien se juega en lo que habla dando consistencia al milagro de que se hace llegar. Y llega.

Martín Gaite siempre estuvo en la celebración. Fuese dolor, desarraigo, frustración, reconocimiento, dicha o consuelo. Cuenta su hermana, Ana Martín Gaite, que en una ocasión, estando las dos sentadas en la terraza de la casa familiar de El Boalo, Carmen la dijo: “Te parecerá una bobada, pero en este momento, justo en este mismo momento, soy feliz”. Y en esa extraña frontera suceden cosas capitales para nosotros que creemos que pueden resultar fruslerías al otro, y las compartimos como disculpándonos, pero nos justifican.

De la capacidad de escucha para quienes no la conocimos dan cuentan sus traducciones. Especialmente las de Svevo (un tipo marcado también por la eucaristía de la vida, un tipo que como ella también fumaba más lo debido, un tipo que, como ella, supo que, en cierto modo, solo en cierto modo, “morir no es nada” –acaso porque sea todo). Pero también las de las hermanas Brönte, Rilke, Flaubert o Eça de Queirós. De su escucha nace el guión de la serie para televisión sobre Teresa de Jesús (a ella leía cuando murió, y uno se estremece de la compañía de esas dos mujeres disidentes que buscaron interlocutor: “tú eres mía y yo soy tuyo”, escribió la santa, resumiendo).

Cuento. Hilo. Huso. Retahílas. Visillos. Tejido. Tejer. Nieve. Sueño. Fiebre. Palabra. Tú. Narración. Cuento. Humo. Paisaje. Ventana. Enmarcado. Entusiasmo. Razón poética. Complicidad. Cuento. Equilibrio. Cuento. Caos. Costura. Conversación. Dolor. Nubosidad. Collage.

“Mientras dure la vida, sigamos con el cuento”. Porque lo raro es vivir







No hay comentarios:

Publicar un comentario