lunes, 16 de febrero de 2015

Entrevista a Nuria Capdevila-Argüelles




Nuria Capdevila-Argüelles

Catedrática asociada de estudios Hispánicos 
y Estudios de Género en la Universidad de Exer






 
“Las mujeres son los grandes fantasmas de los procesos de modernidad”









Elena Fortún (Madrid, 1886-1952) alumbró uno de esos personajes que nos enseñaron a mirar el mundo desde otro ángulo, el estupor, un ángulo que desvela una hendidura, una fractura, algo que no acaba de coincidir, como si nunca nos tuviéramos a nosotros mismos. Matilde Ras (Tarragona, 1881-1969)  dejó su impronta en numerosos artículos de prensa, ensayos, introdujo en España la grafología como método de conocimiento del otro y vivió labrando su legítima rareza, como después sintetizó Sartre. 

Ambas compartieron un ideario, un sentir, un contexto, y un amor. María Jesús Fraga, colaboradora del Departamento de Literatura Española de la UCM, y Nuria Capdevila-Argüelles, catedrática asociada de estudios Hispánicos y Estudios de Género en la Universidad de Exer, se adentran en la relación entre ambas en un espléndido texto, ‘El camino es nuestro’ (Colección Obra Fundamental de la Fundación Banco Santander). Capdevila-Argüelles detalla algunas cuestiones al respecto.

¿Qué es lo que más le fascina de la personalidad tanto de Elena como de Matilde?

De Elena Fortún me fascina su autodidactismo. Pasó de ser una mujer que sabía leer y escribir pero no tenía una educación esmerada  -ni siquiera la “educación de cascarilla” burguesa que mencionaba Emilia Pardo Bazán criticándola por ser una educación a medias que empequeñecía a la mujer- a ser escritora, periodista, experta en biblioteconomía, conferenciante… en definitiva, a tener un papel cultural muy activo y una sed de aprender ciertamente mucho mayor que la de la mayoría de sus compañeros de generación. Tocó muchos registros culturales.
De Matilde Ras destacaría su valentía e independencia. Era una mujer muy erudita que, a diferencia de Elena Fortún, recibió una esmerada educación. Eso la separó de sus contemporáneos y contemporáneas. Se atrevió a vivir sola y a disfrutar de la amistad de aquellos espíritus que le eran afines. Su constancia en la escritura y el estudio son ejemplares.

Leyendo los textos de Matilde Ras, uno se da cuenta de que, además de la calidad, sobresale la interesante mirada sobre los temas que aborda. ¿Por qué, a diferencia de Elena,  apenas publicó? 

En estos tiempos en los que la promoción de los autores es tan importante, inspira acercarse a una mujer que logró vivir de la pluma a pesar de no disfrutar del renombre que tuvo Elena Fortún. Recordemos que muchos grandes nombres de la literatura no conocen el éxito en vida. Kafka es un gran ejemplo. Dicho esto, es preciso recordar que la autoría de Matilde Ras y Elena Fortún coinciden en un punto: sus inicios en la prensa. De hecho, la escritura de nuestras modernas suele empezar en este medio y no alcanza el libro en todos los casos. Sin embargo, creo que recuperar nuestra tradición de ensayo y pensamiento feminista es fundamental para entender de dónde venimos intelectualmente y las particularidades de la historia de nuestro feminismo y de la mujer española. Y la tradición ensayística del feminismo español tiene un medio de expresión clave en la prensa de vanguardia, que dio voz a nuestras autoras, Matilde entre ellas.

De un tiempo a esta parte hay un interés por conocer la labor de estas mujeres (ese grupo de mujeres que coincidieron en tiempo y en espacio, a muchas de las cuales usted menciona en su estudio introductorio) pero parece que cuesta hacerlo, ¿por qué hay tan poca investigación y tan escasa repercusión de este grupo de mujeres comprometidas? 

No diría que hay poca investigación ya que hay un número considerable de hispanistas que se dedican a estudiar nuestro feminismo y la contribución de las mujeres intelectuales y artistas a la historia cultural de España. Si que diría que el olvido al que les condenó el franquismo es mucho más duro que el sufrido por los intelectuales varones. Las mujeres son los grandes fantasmas de los procesos de modernidad, y ellas se convierten en las grandes víctimas del olvido. Y es que la ciudadanía secundaria de la mujer en el “país de la autoría” es un hecho cultural poderoso. Forma parte de la historia de la discriminación de la mujer y está presente en nuestros días porque el patriarcado no ha muerto: hay menos autoras en nuestros planes de estudio, menos autoras en el canon contenido en nuestras librerías y bibliotecas pero cada vez más nombres de mujer emergiendo en la recuperación de nuestra memoria histórica y cultural que, como ya he apuntado, no se completará hasta que no incorporemos un saber profundo sobre nuestras modernas, las madres del pensamiento feminista español o, como las he llamado en otro de mis libros, nuestras autoras inciertas. El trabajo de estudiosas como María Jesús Fraga, mi compañera en esta antología, María Rosón, Raquel Osborne, Alda Blanco, Antonina Rodrigo y las italianas Margarita Bernard e Ivana Rota, entre otras, está dando importantísimos frutos.

Llama la atención, por un lado, la concentración de mujeres con una “sexualidad no normativa”, como apunta usted, y, por otro, el respeto con el que las acogían el resto de compañeras no homosexuales...

Tendríamos que precisar. La homosexualidad y la bisexualidad tenían sus códigos y canales de expresión en una época marcada por la represión del erotismo femenino por un lado y, por otro, por la patologización de la mujer moderna e intelectual y de la persona homosexual, considerada entonces “invertida”. El mismo contexto sociocultural que influye las manifestaciones de homosexualidad, bisexualidad y modernidad genera discursos homófobos y antimodernos. En ‘Recuerdos de una mujer de la generación del 98’, Carmen Baroja menciona el complejo de masculinidad de Victorina Durán, amiga de Elena y Matilde, y hace patente el sentimiento de casi repugnancia que le inspira la cercanía de mujeres modernas masculinizadas. Sexo y género estaban estrechamente unidos. Las que representaban su género de forma no femenina automáticamente generaban incomodidad, como la que sentía Carmen Baroja, o atracción, como la de muchas otras compañeras de generación que también se cuestionaban el papel del matrimonio y el marido en sus vidas. Representaban una mujer nueva con una sexualidad diferente. Hubo una acusación de lesbianismo vertida contra algunas mujeres del Lyceum Club. Elena Fortún fue una de ellas. Pero es que ella pasa su vida aprendiendo y ese aprendizaje engloba también su sexualidad. La heterosexualidad y el matrimonio regulaban el papel social de las mujeres. Con los años, Fortún desarrolla una auténtica fobia hacia el hombre como compañero sexual. Esa, diríamos hoy, es su forma de salir del armario. Es una faceta de su yo en la que ahondaremos en próximas publicaciones. Matilde, por el contrario, y habida cuenta de su cosmopolitismo, debió tener mucho más claro quién era. De ahí en parte su tendencia al aislamiento.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Marga Gil o el disparo de amor clausurado




Érase una artista. Escultura, principalmente, aunque también dibujante. Se llamaba Marga Gil Roësset (Madrid, 1908-1932). Su primer cuento, dedicado a su madre, lo firmó y lo ilustró con siete años. Sus trazos nos remiten a un mundo interior enraizado y complejo como un manglar.  Húmedo como un manglar. Hermoso y sublime (sublime al modo que nos explicó Burke, ese estado oscuro, incierto y confuso), categorías que se excluyen y se despedazan y se devoran. 




Como tantas otras (citamos, por ejemplo, a Margarita de Pedroso), Marga se enamoró de un poeta. Juan Ramón Jiménez. Él la admiraba, la quería, la trataba, pero no pudo corresponder a su amor. Zenobia Camprubí ya impregnaba su manera de estar. De ser. Marga se enamoró del hombre, del símbolo, del poeta, del aroma de absoluto al que uno no puede renunciar por más que sepa que acaso no exista. 


Marga tuvo una vida intensa, profunda. “La experiencia vital de Marga  es la de una niña prodigio con una vida interior tremenda, de un dramatismo e intensidad difíciles de explicar... En menos de diez años experimenta un tremenda evolución, cambia de géneros y estilos, es tremendamente prolífica...”, nos explica Marga Clark, su sobrina.


“A los 15 años da el salto de la tinta china y la acuarela a la escultura, con una  técnica de vaciado en bronce y escayola; después, al tallado de madera, con gran maestría, por cierto, para esculpir más tarde en granito y piedra. Así hizo el busto de Zenobia”, prosigue.


Acaso intuyendo la brevedad de su existencia, su creación fue febril. Pese a que destruyó buena parte de su obra escultórica, la exposición que albergó el Círculo de Bellas Artes (comisariada por Ana Serrano) reunió en 2000 dieciséis esculturas y numerosa obra gráfica y fotográfica, aparte de otros documentos interesantes como canciones para niños. “Su legado es lo suficientemente importante como para recuperarlo y reivinidicarlo una y otra vez”, concluye Clark.


Marga era excesiva. Y todos hablan de su intensidad. Un exceso intenso del que, tal vez, ella fuera su principal víctima (se teme a la propia intensidad porque, al abandonarse a ella, uno corre el riesgo de estallar en mil teselas que nunca más recuperen significado alguno, a oscuras, en lo oscuro, y permanezca es una tristeza espesa de quien perdió el paraiso). 


A los 23 años, Marga conoce a Juan Ramón. Se enamoró de él. Y se suició, en plena efervescencia creativa, vital. Decidió quitarse la vida porque no le merecía la pena vivirla arrastrando un imposible. No sé qué dirían los psiquiatras, los psicólogos, los diletantes del alma humana (acaso pondrían en entredicho, como los ilusionistas que asaetan con sables a esa mujer semi oculta en un cajón, que alguien pueda, en sus cabales, suicidarse por amor). Los ejemplos de poetas (Marga, quizás escultura de oficio, pero poeta de naturaleza, al igual que Juan Ramón) que atentan contre sí cuántas veces, que se hacen daño y se destruyen y se ejecutan  son cuantiosos y abrumadores (en forma y fondo).


Acaso sólo es posible entender esa autodestrucción última, valiente, irreparable, desde la intensidad del deseo. Marga no profesaba ‘solo’ un amor sublime (y esta vez el concepto se refiere a la belleza extrema), un amor místico hacia Jaun Ramón. Un amor cómodo que permite imaginar y deformar al amado a nuestro antojo. Acaso en Marga mordía (dentelladas secas, calientes) los colmillos del deseo. Un deseo que, más allá de la unión carnal de dos personas que se aman, convoca la justificacción última de vida, lo único que hace soportable la idea de la muerte. “Si tú me dieras espontáneamente un beso...” escribe en su diario. 


Más. En la carta de Marga a Zenobia, le pide perdón por “lo que hubiera hecho si él hubiera querido”. El amor de Marga no es platónico, uno puede convivir, como con el misterio, con un amor no correspondido, pero es difícil hacerlo cuando el deseo preside ese amor, un deseo de que dos almas se besen y se enciendan en una sola piel. Marga acaso sintió que todo estaba hecho al conocer a Juan Ramón. Y es insoportable el devenir con esa certeza arraigada “...y no me ves... ni sabes que voy... pero voy... mi mano... en mi otra mano... y tan contenta... porque voy a tu lado...”

Marga escribió un diario en el que recogía su dolor. Un día (¿llovía, hacía nieve, sol de infancia?) se acercó a la casa de Juan Ramón y Zenobia. Le entregó su diario. “No lo leas ahora...” Después, se disparó en la sien. 


Ese texto, tan íntimo, tan sobrecogedor, tan personal y bello, lo publica ahora la Fundación Juan Manuel Lara con el sobrio título de su nombre: ‘Marga’. Fascinante el testimonio de Carmen Hernández-Pinzón, representante de los herederos del poeta, y de la semblanza de la artista a cargo de su sobrina, Marga Clark.

Juan Ramón y Zenobia, en cierto modo, vivieron en la sombra de esa muerte, que trataron de reparar con poemas, y menciones, y textos publicados. 


Y todo ello en tan solo ocho meses (como si no bastara un solo instante, una mirada única, una sensación de ausencia para tropezar en los desfiladeros del alma). Ocho meses intensos de amor que sació el pulso de Marga, sus ganas de, su voracidad por. Ya no quedaban violines. Acaso ni palabras.



Esther Peñas