miércoles, 1 de febrero de 2017

ENTREVISTA A PACO CERDÀ

Paco Cerdà, periodista


En algunos monasterios hay más frailes que en muchas aldeas o pedanías de la Laponia española.


La conocida como ‘Laponia del sur’ o ‘Serranía celtibérica’ es un territorio casi onírico, por momentos brumoso, apenas corpóreo desde la mirada interior, montañoso y frío conformado por 1.355 pueblos pertenecientes a diez provincias: Soria, Teruel, Guadalajara, Cuenca, Valencia, Castelló, Zaragoza, Burgos, Segovia y La Rioja. Más de sesenta mil kilómetros cuadrados en los que vive un escaso medio millón de habitantes. Es decir, una comarca –casi legendaria- con una densidad de población es de solo 7,3 habitantes por kilómetro cuadrado.

Paco Cerdà (Genovés, 1985) viajó durante el invierno, solo, por esta realidad ya casi extinta para guardar memoria escrita de del éxodo rural y del envejecimiento de la población que decide permanecer en sus localidades de nacimiento. El resultado: un emocionante y sincero texto, ‘Los últimos. Voces de Laponia española’ (Pepitas de Calabaza).


¿Cuál es la percepción del tiempo en estas comarcas que usted ha visitado?

La percepción, ya lo dice la palabra, depende del sujeto que la experimente. Para una persona acostumbrada al biorritmo de las ciudades o las grandes poblaciones, quizá la primera impresión es la de una vida más pausada, quizá lo más lenta y morosa que nunca antes había experimentado. Pero creo que es una falsa sensación derivada del síndrome de “jet lag cultural” instalado en la mirada de quien llega a este territorio: Sus habitantes tendrán una percepción del paso del tiempo mucho menos lenta que el forastero que la respira por primera vez.


Este proceso de despoblación, ¿es irreversible, dado lo ‘invivible’ de las ciudades?

No sé hasta qué punto la despoblación es irreversible. Creo que la mayoría experimentamos una disyuntiva racional y sentimental que viene a decir lo siguiente: no debería desaparecer ningún pueblo, pero es ley de vida y signo de los tiempos. Sin embargo, esta última parte del axioma esconde una falsedad: la despoblación no debería ir acompañada de desarticulación del territorio, de desigualdades muy difíciles de superar en el día a día, que obligan a veces a un ejercicio de quijotismo desmedido para cumplir algo tan básico como vivir donde vivieron durante generaciones tus ancestros. Y sí: las ciudades, sus periferias, sus extremas desigualdades, son a veces más inhóspitas que una aldea remota. También hay “últimos” en las ciudades: sin nombre, sin futuro, sin nadie que atienda sus necesidades.


¿Está aparejado la pérdida de poblaciones rurales con la pérdida de los oficios (pienso en Jesús, el herrero de Checa)?

Ese es uno de los dramas de la extinción demográfica de este territorio de 1.355 municipios que conforman la Laponia española o Serranía Celtibérica. Con el proceso de demotanasia, que es la palabra utilizada para definir el proceso de muerte silenciosa de un pueblo por acción u omisión de políticas públicas, no solo desaparecen cientos de pueblos. También perece parte de su cultura, de sus maneras de vivir, de una cosmovisión rural que, lejos de ser idealizada, constituye un patrimonio inmaterial único de nuestro acervo cultural.

“La soledad elimina interferencias”. La gente que vive en estos territorios, ¿es más ella? Quiero decir, ¿se conocen mejor?

Eso lo dice Alberto Corella, un cocinero y poeta muy interesante con el que hablé en Checa, enclavada en una zona cero de la despoblación como son los Montes Universales: más grandes que la provincia de Álava y con apenas 3.500 residentes. ¡Menos de 1 habitante por kilómetro cuadrado! Eso me dijo Alberto: este contexto de la despoblación extrema actúa como amplificador emocional: si tú estás bien, allí estarás mejor; pero si estás mal, ese sitio con tan poca gente y tan aislado puede ser un infierno insufrible. Nunca hay que dejarse guiar o cautivar por el tópico del “locus amoenus”: la vida en calma, el aire fresco, la tranquilidad. La montaña, el frío, la falta de servicios o el abandono sistemático de la Administración hacen de la Laponia española un territorio difícil.

 
“No es tan difícil vivir en el sitio en el que has nacido”, le dice Matías. ¿De qué depende que algunos se queden en él y otros no lo soporten y emigren?

Creo que no hay patrón que pueda resumir esa pregunta. Son casusas muy diversas, muy personales. Sí que puedo decirle que, en este viaje de 2.500 kilómetros por las diez provincias que conforman esta huella semidesértica en el mapa español, vi gente muy feliz por haberse quedado, y también alguno que otro que se arrepentía de no haber seguido los pasos de cuantos abandonaron estos pueblos pequeños pensando que Eldorado les esperaba en las urbes. Y era falso, claro. Pero eso no lo supieron hasta mucho después. Para muchos fue una estafa todo aquello que les prometían en las ciudades. Creo que para nadie fue un tránsito fácil: ni para los que se marcharon a la periferia de las grandes ciudades para deslomarse en fábricas y oficios de última categoría mal pagados, ni para los que se quedaron en territorios que han ido menguando hasta conservar apenas un hálito de vida.


¿Es difícil no aplicar la mirada romántica cuando uno transita estos lugares, no reconocer en ellos cierta Arcadia perdida?

Mira si es difícil que es un propósito que quise abordar enseguida en “Los últimos”. En la página 17 ya lo advierto: fin del bucolismo. Hay que huir de idealizar el entorno rural. Ni la Toscana ni Belfast, como dice el escritor Alfons Cervera. O quizá las dos: pero no olvidemos que aquí hay un conflicto político latente que se esconde tras el canto de los pajaritos y unas nubes que parecen al alcance de la mano. Solo hay que hablar con sus habitantes para conocer esos problemas, como por ejemplo el cierre de los colegios rurales.

¿De qué modo el espacio deshabitado y agreste cincela el carácter de estos habitantes?

Dicen que todos somos, en cierto modo, producto del lugar en el que hemos nacido. La falta de socialización como producto del aislamiento y la despoblación puede ir encerrando a la persona en su interior, en sus principios asentados. ¡Pero díselo a un urbanita que sube en el ascensor de una finca y no es capaz de aguantarle la mirada al vecino que entra en ese elevador! ¡O que jamás saludaría a una persona por la calle o en el metro! Insisto: cuidado con los tópicos.


Estos pueblos, ¿se parecen más a monasterios naturales y laicos o a cárceles improvisadas?

Cárceles jamás: casi nadie vive allí a la fuerza y muy pocos lo pueden llegar a vivir como castigo. En algunos monasterios hay más frailes que en muchas aldeas o pedanías de la Laponia española. Yo estuve con Matías López, único habitante de Motos. O con Faustino, único residente todo el año en Tobillos.  Estuve también en el monasterio de Silos, que tiene 25 frailes, para conversar con su prior, Moisés Salgado, sobre el silencio. Como la montaña, el frío, la ausencia de voces infantiles o las personas mayores, el silencio es una característica básica de este territorio enorme que dobla en tamaño a Bélgica aunque solo tenga 480.000 habitantes. Aludiendo a Raimon Panikkar, el prior de Silos me advirtió de que todos llevamos un monje en nuestro interior. Un arquetipo monástico. Quizá los que se quedaron, estos “últimos” a los que yo aludo en el título por el proceso de extinción demográfica y como denuncia de que son los últimos en los que piensan los Gobiernos, las empresas o la sociedad, tuvieran un arquetipo monástico más acentuado que la media. Una inclinación a vivir más en soledad, en silencio, con una vida sencilla.


¿Qué ha aprendido de estas gentes?

Mucho más de lo que ellos podrían aprender de mí. De los cuatro habitantes de la aldea riojana de El Collado, sin energía eléctrica a pesar de sus reivindicaciones, aprendí que el idealismo es lo último que se debe perder. De Teruel Existe, que la reivindicación y la lucha tienen recompensa. De Héctor Martín, profesor del colegio rural de Moros que cerraba ese curso con sus cuatro alumnos, que no hay nada como la vocación. Del prior de Silos, que el materialismo y el consumismo está devorando más nuestro interior de lo que pensaba. De Juanito, en la aldea valenciana de Sesga, que las lecciones más básicas de la vida (no ser esclavo de un empresario, no hipotecarse, no seguir la corriente general) caben en tres frases. De Paco Moreno, que la defensa de la cultura local, su lucha por recuperar las palabras autóctonas de Aras de los Olmos (saguz, arratear, barataná, esprajismo, zurrir, etc.), es el más bello acto de militancia cultural. De los compañeros del Nordeste de Segovia, que el “homo neorrural” es una especie muy desnortada y frágil, muchas veces inadaptada para estas formas de vida en medio de la despoblación. Aprendí tantas otras cosas del medio centenar de personas con las que hablé en este periplo que me considero un privilegiado por haber podido realizar y contar este viaje invernal y en solitario. Un viaje que en un principio iba a hablar de la despoblación y ha terminado hablando de muchas otras cosas: soledad, silencio, idealismo, lucha, desigualdades, superación de obstáculos, utopía, anticapitalismo, cultura, apego a una tierra.


En estos lugares lo importante se recoloca (recuerdo el maestro que llega a Cuevas de Cañart y comenta el suceso de Las Torres Gemelas que no parece despertar demasiado interés entre los paisanos). ¿Qué es lo importante para esta gente?

La felicidad, al fin y al cabo. Una felicidad que, casi siempre, adquiere unos ropajes más puros de lo que estamos acostumbrados. Con menos ferias de las vanidades, diría yo.


¿Todo lo triste tiene alma, como decía Machado?
Machado es una referencia obligada en este viaje narrado, en esta incursión humana y periodística a una tierra ignota para la mayoría de españoles. Queda el regusto de la tristeza de ver cómo se abandona a su suerte este desierto con almas, pocas pero aún vivas y con esperanza de que se actúe. Mi propósito ha sido escucharlas, darles voz, retratar esta despoblación. Mostrar su cara humana a través del periodismo. Y conocer es el primer paso para actuar.


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